viernes, 25 de noviembre de 2011

A veces llorar es mejor que el sexo

Su cara está descuartizada por el rubor, el rimel y el lápiz labial de payaso. Sus dientes están amarillos por los cigarros, que ya no la hacen interesante, y sus labios son flácidos por los miles de felatios que ejecutó con paciencia. Sus ojos reflejan una lujuria desgastada.
Una puta de recorrido extremo y tarifas bajas. Ya no es una golfa por dinero y aún menos por placer. Para ella su trabajo es casi una costumbre. Una forma de vida enmarcada en todos esos desconocidos tan conocidos. Sus fieles clientes que pasan siempre a la misma hora, en el mismo instante, y con las mismas ganas.
Para ella, ya dejó de ser un trabajo o un método de hacer dinero. Sino una insana realidad. Una vanidad de ser deseada. Un amor fingido que solo es realidad cuando es pagado. Un cariño profesado que es abonado en una cuota al final del acto.
Una habitación oscura con un tono rojo erótico, otorgado por el único foco que cuelga del techo. Las luces del televisor cambian la tonalidad del cuarto. Una porno en la pantalla le da el ambiente sórdido al encuentro. Los gemidos resuenan en las descascaradas paredes, antes de que haya sexo en la habitación. Un catre de hierro en medio domina la escena. Una cama que resuena a penas la toco. Preciso para el sonido del sexo.
Las piernas abiertas, los brazos apretando. La oscuridad como cómplice de su fealdad. Los gemidos de película aún cuando ni siquiera la toco. Los halagos de mi grandeza aunque aún no me ha visto.
El dinero no importa. El sexo tampoco. El amor solo es un recuerdo. El cariño una retribución ajena a ella. Una conversación con voz cansada de gemir. Una mirada que quiere hablar. Esta vez las gotas fueron de llanto. "Gracias bebé por escuchar". A veces llorar es mejor que el sexo.