Nunca he sido un adelantado. Siempre conocí a destiempo muchas de las cosas que –para algunos precoces rebeldes- resultan imprescindibles de conocer entre la adolescencia y el estreno de la juventud: tener enamorada, aprender a conducir el carro de tus padres, saber bailar, beber cualquier licor hasta la madrugada, tirarse la pera en el colegio, iniciarse sexualmente.
Todas demoraron, pero cuando llegaron lo hicieron con maravilla y esplendor, como justificando esa tardanza. A la larga, enfrente todo lo que “tiene” que enfrentar cualquier muchacho, aunque a veces -lo confieso- en calidad de odioso veterano. De todas esas situaciones, sin embargo, hay una a la que, por inocente o por trágica, le guardo una evocación particular: la de mi primer beso.
Unos versos, leídos en algún poema, me daban, en mis tardes de distraído colegial, la idea de que el instante del beso (sobre todo del primero) debía ser lo mas parecido a la felicidad: un momento celebre, de plena alegoría.
Del mismo modo, cuando Kevin Arnold y Winnie Cooper, los incansables enamorados de las serie de televisión “Los años maravillosos”, juntaron sus bocas por primera vez en mitad de un parque, sentí un magnifico estupor. Creía que mi primer beso debía ser así: dado con intensidad, sin reticencias, en un paisaje natural y con una canción edulcorada como sublime marco. Estuve cerca.
El hecho sucedió sin predecirlo, con miedo y con pudor. Ella tenía 16 años y antiguas relaciones que la convertían en una “mujer de mundo”. Yo arañaba los 17 (edad en la que muchos de mis amigos ya ostentaban un record, nada desdeñable, de besos y encamadas) y contaba con algunos amoríos ingenuos que ningún verano consumo. Estábamos invitados a un fiesta que se daba en los salones de un conocido hotel de la ciudad. Esa noche después de aventurarme a invitarla a caminar fuera de las instalaciones donde se realzaba la reunión, nos sentamos al pie de la laguna principal. Tome su mano con delicadeza, como para no revelar que era un aprendiz y, envalentonado por no se que certezas, acerque mi rostro al suyo. Todo era propicio: la noche vasta, la luna encallada entre las aguas, la belleza de los árboles dormidos. Incluso la música de fondo (un conjunto de boleros que dejaba escucharse a lo lejos) no desentonaba en lo absoluto. Pero la fatalidad y el desencanto pudieron más que los versos de ese poema recordado y los mimos de Kevin y Winnie juntos. El mal movimiento de labios, el juego torpe de lenguas, el choque brusco de dientes y el estúpido torrente de baba terminaron por arruinar lo que debió ser un beso de película o, al menos, de un beso de telenovela nacional.
Hace unos días, la muerte –equivocada, dulce, impertinente- se llevo a la muchacha que estuvo esa noche conmigo en la laguna. Aunque nuestras vidas se habían bifurcado por completo, acudí al velorio con una angustia visceral, casi irremediable.
Me acerque a contemplarla sin vergüenza y pude contemplar que, detrás de ese vidrio pequeño y frío, su rostro permanecía hermoso e impecable. Observe su boca luminosa con detenimiento y vinieron a mi mente aquellos versos que recodaba en mis tardes de distraído colegial... entonces adivine que mi primer beso, el torvo y mal dado, había superado todas mis expectativas y en ese momento, antiguo y silencioso, se iba con ella, brillando para siempre.
Gracias por haberme hecho vivir un momento especial en mi vida. Te recordare por siempre.